“Nos sentamos sobre una caja de naranjas y pensamos, que tipos macanudos que son los biólogos (de campo), realmente son los tenores del mundo científico – temperamentales, caprichosos, salaces, exuberantes, y sanos… el verdadero biólogo trabaja con la vida, con organismos sumamente llenos de vida, y aprende algo de esto, aprende que la primera ley de la vida es vivir… el verdadero biólogo te cantara una canción tan fuerte y desafinada como un herrero, porque sabe que la moral con demasiada frecuencia es un diagnóstico de prostatitis y ulcera… el verdadero biólogo es muy buen compañero…”
(John Steinbecj, Premio Nobel en Literatura, Log From The Sea of Cortez; traducido por M. Mares)
El Dr. Ricardo Ojeda gentilmente me invito a preparar algunos comentarios sobre “aspectos y problemáticas comunes a la… mastozoología”. Habiendo trabajado como mastozoólogo en Latinoamérica por más de tres décadas, me pregunte a mí mismo, ¿Por qué soy yo mastozoólogo de campo? ¿Por qué no entran más jóvenes latinoamericanos a esta carrera de la mastozoología? Lo que sigue es un relato personal. Puede ser que no se aplique mi situación y experiencias a otros. Pero también puede ser que mis experiencias influyan para que un biólogo joven, que recién está buscando su camino, piense, por un momento, en lo que le puede ofrecer una carrera en la mastozoología.
La primera vez que pise Latinoamérica como mastozoólogo fue en México, en 1965. Era alumno universitario del segundo año de biología para entrar a medicina. Había cumplido un curso en mastozoología dado por el Dr. James Findley. Como yo había conseguido un carguito (pues cobraba 90 centavos la hora) preparando pieles en la colección de mamíferos, Findley y sus alumnos posgrados (incluyendo a Don Wilson) me invitaron a acompañarlos en un viaje a la costa oeste de México para coleccionar murciélagos. Decidí ir, suponiendo que sería una aventura. El curso, y el viaje, cambiaron mi vida, y con ellos encontré mi futuro.
Primeramente, aunque había trabajado en el campo en mi estado de Nuevo México como alumno en materias como mastozoología, jamás había viajado a otro país. Vi como una gran oportunidad la posibilidad de ir a México con un profesor que admiraba y con varios alumnos doctorales. (A mi mama no le gustó nada la idea, pero yo recién había cumplido los 20 años, y decidí irme).
Entramos a México por Nogales y comenzamos muestreando murciélagos. Yo quería, también, coleccionar roedores. Como los “murci” vuelan de noche, trabajamos casi toda la noche. Pero yo, además, tenía que poner las trampas a la tarde y levantarlas antes del alba para que las hormigas no se comieran los animales. Mi horario no me hizo popular con el resto del grupo, dado que yo tempranito traía, alegremente, los animales para que Findley los identificara. Además, un roedor lleva más tiempo de preparar que un murciélago, y yo capturaba muchos.
Encontramos muchas cosas interesantes, y para mí todo era nuevo. En una mina de plata abandonada, nos sumergimos en una mezcla en una mezcla de guano y agua, y allí, en ese líquido horrible de un metro veinte, encontré mis primeros vampiros, murciélagos notables en el folclore del hombre. En otro lugar, entramos en una cueva donde el guano era polvoroso y con una profundidad de varios metros. Allí encontramos Macrotus momificados, mis primeros filostómidos. Lo que yo no sabía era que en esa misma cueva también Vivian las esporas de Histoplasma capsulatum, un hongo que puede infectar al hombre.
Bueno, el viaje, para mí, era una maravilla. Conocí otra cultura; viaje a lugares nuevos; encontré una fauna nueva; y pase momentos inolvidables con el profesor y mis amigos –momentos que recuerdo hoy, 31 años después, con la misma claridad de algo paso ayer.
Al regresar a mis pagos, entre de nuevo en mis materias (ornitología, matemática, química, literatura), pero al poco me enferme gravemente, tanto que los médicos no sabían que tenía. Tuve que ser internado en hospital, y después, como no me mejoraba, tuve que dejar la universidad. Inmediatamente recibí una carta del gobierno diciendo que tenía entrar al ejército para ir Vietnam. Para una persona que está muriendo, que ha tenido que abandonar su carrera, y que tiene que prepararse para ir a la guerra, fue una época algo deprimente. Futuros viajes al campo parecían cosas solamente para otros, y nada más que sueños para mí.
Pero no hay mal que por bien no venga. Varios especialistas en medicina tropical vinieron a Albuquerque desde San Francisco y Miami para ver qué diablos pasaba conmigo, Resulta que tenía histoplasmosis, pero una forma rara que se extendía por mi cuerpo como cáncer, saliendo de los pulmones y afectando todo. La enfermedad también daño los pulmones, tanto que ya no me querían los milicos. Es así que me salve de ir a Vietnam (¡gracias, hongos!). Y, después de casi llegar a ese portón final y oscuro, me recupere en forma extraordinaria. Un día estaba muriendo, sin poder hablar o respirar, y con una fiebre increíble, y al día siguiente todo había vuelto a la normalidad.
Aunque el hecho de viajar a México casi me costó la vida, sin ese viaje dudo que hubiera ido a la Universidad de Texas para conseguir el doctorado con el Dr. Frank Blair, notable ecólogo de campo. También, haberme largado a México me dio coraje para tomar un curso en el bosque tropical de Costa Rica dado por la Organización de Estudios Tropicales. Esos dos meses trabajando casi 20 horas por día, siete días por semana, confirmaron varias cosas. Primero, no hay como el trabajo duro, largo y difícil en el campo para entender las maravillas de la naturaleza. Segundo, no hay como las dificultades en el campo, con compañeros buenos, para sentir que realmente se está viviendo, y haciendo algo con la vida, no dejando que los años sigan pasando sin provecho. Tercero, de los momentos en el campo nacen recuerdos inolvidables. Finalmente, es sumamente divertido pasar la vida en el campo, tratando de esclarecer los misterios de la biología.
Mi carrera me trajo a la Argentina en 1970, un país que amo profundamente. Aquí nacieron mis queridos hijos, y aquí encontré muchos amigos, incluyendo a Jorge Ábalos, Rubén Bárquez, Jorge Cajal, José Maria Chani, Julio Contreras, Abel Fornés, Jorge Morello, Ricardo Ojeda, Claes Olrog y Virgilio Roig, todos biólogos de campo. Con Bárquez y Ojeda, mis alumnos, por más de un cuarto de siglo pasamos momentos especiales en los rincones más recónditos de este país extraordinario.
Bueno, ¿Qué significa todo esto y que tiene que ver con su vida? La carrera de ser mastozoólogo de campo me ha llevado desde mis pagos humildes de la Plaza Vieja de Albuquerque, a Alaska, Canadá, México, Centroamérica, Sudamérica, Europa, Asia y África. He conocido gente fascinante y lugares de belleza increíble. He intentado sacar murciélagos de las pirámides de Egipto; puse trampas, solito nomas, en las dunas enormes de Namibia y en una huella de rinoceronte negro en Sudáfrica; he trabajado en Irán poco antes de que cayera el Cha; y, con mucha precaución por las cobras, he cantado con los Chalchaleros en Balderrama, y en el aire libre de Mendoza. En fin, esta carrera, a veces dura, pero siempre interesante, ha enriquecido enormemente mi mundo personal.
Para mí, no hay como la vida de campo. La burocracia sofocante (he sido director de museo y profesor universitario, también), las macanas del gobierno (fui asesor de varios programas gubernamentales) y el aburrido trabajo de laboratorio vestido de guardapolvo (en una época hacia fisiología), no me atraen. Las investigaciones de campo demandan que un apersona se ponga al mismo nivel que la naturaleza, sin pretensiones, sin títulos, y sin falsedad (¡hay pocas pretensiones cuando un elefante decide atacar a un mastozoólogo!). En el campo, uno vive con los bichos, el viento, el calor, el frio, y la tierra – goza la vida y vive bien.
Si tos esto es cierto, y lo es, pregunto de nuevo, ¿Por qué eligen tan pocos jóvenes la carrera de la mastozoología? ¿Cuáles serían las sirenas seductoras que hacen que ellos se mantengan guardaditos, impecables, en sus gabinetes? Lo que ellos dicen, frecuentemente, es que quieren ir al campo, pero no pueden porque no hay plata. Con todo respeto, esto jamás lo creo. La verdad es que cuesta poca plata estudiar mamíferos, aves, reptiles o anfibios en el campo. El que realmente lo quiere hacer, lo hará. Para mí, hay otra razón que explica, en parte, porque no van al campo los jóvenes. Lo que más hace falta en esta región son profesores como Findley, profesores que viven para trabajar en el campo. No quieren ser burócratas, ni científicos de gabinete, no quieren pasar sus días tomando cafecito y hablando tonterías. Profesores que viven para trabajar en el campo muestran el ejemplo a sus alumnos. Findley pasaba tres meses seguidos en el campo cada año con sus alumnos. Realizar investigaciones en el campo era parte de su vida. Dejaba su familia, las comodidades y los otros deberes (esos que tenemos todos), y se largaba, sin viáticos y con muy pocos fondos, a vivir al aire libre. Esa dedicación fue profundamente inculcada en sus alumnos.
Findley abrió los ojos de los alumnos a lo que realmente tiene valor en la vida de un biólogo, y resulta que es lo mismo que tenía valor para Darwin, para Budín, para G.G. Simpson y para el viejo Olrog. La naturaleza –las plantas y los animales- no existen en el laboratorio, ni en la biblioteca, ni en el gabinete. La naturaleza está esperándonos allá, afuera, en el campo. No es fácil estudiarla. Requiere mucho trabajo y sacrificio. No es fácil estudiarla. Requiere mucho trabaja y sacrificio.
Requiere que uno deje la ida cómoda por un tiempo y viva como parte de la naturaleza. Al final, nuestra pasión por estudiar la flora y fauna llenara nuestra vida con joyas más ricas que diamantes. Nos dará el conocimiento de que hemos hecho algo fuera de lo común con nuestras vidas. Nos dará la oportunidad de contribuir a la continuidad de la rica biodiversidad de este mundo. Si bien no tiene nada fácil esta carrera, tampoco requiere dinero. Lo que demanda solamente es pasión.
Requiere que uno deje la ida cómoda por un tiempo y viva como parte de la naturaleza. Al final, nuestra pasión por estudiar la flora y fauna llenara nuestra vida con joyas más ricas que diamantes. Nos dará el conocimiento de que hemos hecho algo fuera de lo común con nuestras vidas. Nos dará la oportunidad de contribuir a la continuidad de la rica biodiversidad de este mundo. Si bien no tiene nada fácil esta carrera, tampoco requiere dinero. Lo que demanda solamente es pasión.
John Steinbeck, terminando su libro del relato del viaje de muestreo de animales marinos al Golfo de California, y pensando en el viaje, dijo (traducido por M. Mares):
“La realidad de cómo realmente había sido allí, y lo que habíamos sido nosotros allí, estaba en nuestras memorias –brillante con los rayos del sol y mojado con el agua del mar… y todo encostrado con pensamientos exploratorios. Esto no lo hicimos para servir a la ciencia, tampoco para poner nombres a animales nuevos, más bien- simplemente nos gustó. Nos gustó enormemente. Los indios oscuros y los jardines del mar, la cerveza y el trabajo, era todo la misma cosa, y nosotros éramos esa cosa también.”
Fuera de los momentos con mi familia, los mejores tiempos de mi vida han sido en el campo con amigos. Entonces joven mastozoólogo, lárguese al campo –a descubrir, a aclarar, a estudiar y a pasar los mejores momentos que encontrara en esta vida. En los pocos años que le quedan antes de enfrentar la tumba, por favor, salga del gabinete y ¡haga algo!
Michael Mares
Editor Asociado